Hana y el Grull
No te quedes de noche en el bosque.
Es lo que todos decían, pero las advertencias a menudo caen en oídos sordos. En la profunda oscuridad, el bosque cambia. Se convierte en su territorio. Los aldeanos cuentan, entre susurros, historias de noches frías como esta, cuando la luna llena cuelga baja en el cielo, proyectando sombras alargadas y temblorosas. Historias de aquellos que se aventuraron por los caminos al caer la noche y de los que nunca más se supo. Dicen que él los encontró. El Grull, el guardián del bosque, los arrastró hasta lo más profundo de sus dominios, a un lugar del que nadie regresa.
Algunos afirman haberlo visto, desde la seguridad de sus casas, encaramado a las copas de los pinos más altos, acechando, inmóvil, como una sombra que respira. Pero la pequeña Hanna no prestó atención a esas historias. Persiguiendo una débil luz, una luciérnaga perdida, se adentró demasiado en el bosque. Ahora está sola. La noche la ha atrapado.
El aire está helado. El viento no sopla, pero algo parece moverse en el silencio. La niña avanza entre los troncos oscuros, sus pequeños pasos aplastan la nieve que cruje bajo sus pies como huesos rotos. Cada sonido es un eco, amplificado por la quietud que la rodea. Su respiración se vuelve más rápida; el frío cala en sus huesos. Algo está mal, pero no sabe qué. Y entonces, se detiene.
Delante de ella, de la nada, emerge una sombra gigantesca. No la ha oído llegar. No ha roto ni una sola rama al moverse. Enorme y oscura, coronada por cuernos retorcidos que se alzan hacia el cielo. En una mano, garras tan afiladas como cuchillos sostienen un farol que parpadea con una luz espectral. Sus cuencas vacías, donde deberían estar los ojos, resplandecen con dos llamas azules, que arden y la observan.
La criatura se inclina lentamente hacia ella, sus cuernos proyectas sombras que se enredan en los árboles, extiende la mano. A Hanna le invade una extraña sensación, cuando toma la garra la nota fría, antinatural. Juntos comienzan a caminar. El silencio regresa. El bosque es un abismo oscuro mientras la criatura la guía. Caminan juntos, el farol proyectando sombras danzantes que parecen más vivas que los propios árboles. A su alrededor, el viento gime suavemente entre los pinos, pero nada más. No hay sonidos de animales, ni siquiera el susurro de las hojas. Sólo esa luz azulada, titilando en la penumbra.
El tiempo parece detenerse mientras avanzan. Las sombras se alargan, el frío cada vez más intenso. Hanna siente que sus extremidades se endurecen, el suelo bajo sus pies está lejos, como si caminara en un sueño. Pero de repente, emerge en un claro, y allí está el pueblo. Su casa. La luna brilla pálida sobre los tejados.
Ella da un paso adelante, pero se detiene, girando la cabeza para ver a su acompañante. Ya no está. Había desaparecido en la penumbra, con el mismo silencio en el que había llegado.
De repente, un aullido largo y profundo rompió la quietud de la noche, tan cercano que hizo que Hanna sintiera un escalofrío. Y entonces, Hanna corre, el miedo finalmente liberado, temblando hasta el último rincón de su ser.
Sin mirar atrás, se deslizó dentro de su hogar, cerrando la puerta tras de sí. Fuera, el bosque volvía a ser un lugar salvaje, lleno de misterios que los humanos no entendían